«La guerra nunca es un acto aislado»
(Carl Von Clausewitz).
En
estos tiempos de terrorismo internacional, de ataques preventivos y
operaciones libertadoras y democratizantes, encuentro entre muchos de
mis paisanos un desconocimiento grave y profundo sobre la violencia y su
naturaleza. No voy a hacer una disertación filosófica sobre pacifismo
versus violencia, ni me voy a remontar al siglo V a.C y la Grecia
clásica para hablaros de una cuestión que, en realidad, jamás ha estado
fuera del candelero. Pero lo que es indiscutible es que, a lo largo de
la historia, la violencia y el uso de la misma siempre han sido vistas
como un equipaje irrenunciable de nuestra especie, y no es hasta la
llegada de la Primera Guerra Mundial que los primeros movimientos
pacifistas empiezan a tener cierto seguimiento en Europa.
El
asunto no era para menos. La Gran Guerra, o Primera Guerra Mundial, fue
para todos los que en ella participaron, una «sorpresa» inesperada y
muy traumática. Jamás antes se había visto una guerra de esas
características. Hasta entonces la guerra era algo ligado al «honor», a
la «virilidad», y se suponía que tenía unas reglas no escritas que todo
caballero debía respetar (esto, por supuesto, es una verdad a medias,
pero no me voy a extender en ello). Los modelos de explotación
capitalistas y sus teorías de maximización de beneficios fueron entonces
aplicados a la estrategia bélica, junto con toda una serie de nuevas
tecnologías. Los resultados fueron terroríficos. 60 millones de europeos
fueron movilizados para la guerra, 11 millones jamás regresaron a sus
casas y más de 9 millones sufrieron heridas físicas y psicológicas de
las que jamás se recuperaron. Entre la población civil, las bajas por
causa directa de la guerra o indirectamente por enfermedades y hambre
son incontables, además de dejar algunas zonas de Europa prácticamente
despobladas.
Pero
como además la especie humana tiene la insana costumbre de tropezar dos
veces en la misma piedra, 20 años más tarde repetimos la jugada con la
II Guerra Mundial. Esta última vio el nacimiento de un arma que, desde
entonces hasta hoy, lo ha cambiado absolutamente todo. Los EEUU se
hicieron con el poder de lanzar un sol en miniatura sobre sus enemigos y
hacerlo estallar.
¿Fue
el descubrimiento de esta poderosa arma el final de los conflictos? En
absoluto. Tras la Segunda Guerra Mundial una serie de conflictos,
siempre patrocinados por el imperio USA, han ido jalonando nuestra
historia reciente hasta hoy, desde Corea, hasta la invasión de
Afganistán o Iraq. Ha sido un no parar. En todo ese tiempo el movimiento
pacifista fue adquiriendo fuerza y resonancia mundial. Posiblemente,
entre los santos patrones del pacifismo, los más famosos sean el
astrónomo Arthur Eddintong, un cuáquero profesor en la universidad de
Cambridge que se había negado a participar en la I Guerra Mundial, y su
amigo en la distancia, Albert Einstein (Arthur era inglés y Albert
alemán, sus naciones eran enemigas). Pero el que más relevancia y fama
ha alcanzado, sobre todo gracias al cine de Hollywood, es Gandhi, figura
sobre quien se hizo una película protagonizada por el actor Ben
Kingsley, y que alcanzó la fama mundial.
Y
es en este punto donde llegamos al meollo de la cuestión. Hasta la
llegada del capitalismo y sus métodos las guerras habían sido algo
localizado en el espacio y limitadas en el tiempo. Jamás habían tenido
la continuidad y capacidad destructiva que se contempló durante el siglo
XX. La famosa Guerra de los 100 años (1 de enero de 1337 – 17 de
octubre de 1453) no había sido una guerra constante, era una guerra a
«espasmos», por así decirlo, y perfectamente localizada en el escenario
francés y germano.
El
modelo capitalista había hecho de la guerra una compañera inseparable y
necesaria para la consecución de sus objetivos. La guerra ya no era «la consecución de un acto político llevado a sus últimos extremos»,
como manifestaba Clausewitz. Se había convertido en una herramienta
indispensable para el enriquecimiento de las clases burguesas de
Occidente. El colonialismo británico o francés sólo era un anticipo de
todo lo que después sucedió en Europa. Las masacres de los «casacas
rojas» en África o de la Légion Étrangère francesa sólo eran el
primer plato de sangre que no tardarían mucho en probar los europeos.
Poco sospechaban los acomodados europeos lo que se les venía encima. De
toda esta sangre vertida a través de los años nace un movimiento
pacifista legítimo pero que, en realidad, no era más que una huida hacia
delante, una huida de tanto horror, terror y penuria que no ha sido
capaz de dar una solución real después de tantos años.
Los
movimientos pacifistas, hasta el día de hoy, no han obtenido ninguna
victoria permanente. Siempre se presenta el caso de la «descolonización»
de la India como un triunfo del pacifismo. Lo cierto es que esta es una
visión simplificada de un hecho histórico complejo, que tiene más
causas que la obra de Gandhi y los suyos, y donde la violencia, lo
queramos o no, también jugó un papel destacado.
¿Por
qué el modelo «pacifista» de Gandhi no se ha clonado en el mundo
islámico? ¿Por qué haciendo uso de la no violencia no se logró la
descolonización de Argelia o de Oriente Medio? La paz entre los hombres
siempre ha sido base de capital importancia en el mundo islámico. Sin
paz ni se construye el hombre, ni la sociedad. Sin paz estamos
condenados al perpetuo exterminio:
«¡Oh, los que creéis! ¡Entrad todos en la Paz y no sigáis la senda extraviada de Satanás, que es vuestro enemigo declarado!» (2:208).
Con
el islam Occidente había dado con la horma de su zapato. La sociedad
islámica contemporánea era una sociedad que deseaba la paz, que
necesitaba la paz para prosperar pero que, al mismo tiempo, no tenía
complejos en usar la violencia para defender la vida de los creyentes y
sus valores. Y en cada ocasión que lo hizo, lo hizo mostrando una
capacidad de sacrificio que no tenía nada que envidiar a las armas más
poderosas del tecnológico Occidente. La sociedad islámica contemporánea
no había pasado por el mismo recorrido histórico que Occidente, ni lo
necesitaba. El islam en su totalidad había renunciado hacía mucho tiempo
a seguir extendiendo su influencia por medio de la violencia, y eran
imperios como el Otomano que, en pos de sus ambiciones territoriales, y
no por afán religioso, continuaban haciendo la guerra. No sólo contra
cristianos, sino también contra sus propios hermanos en el norte de
África o en Arabia. No había «guerra santa», como los occidentales la
llaman, sino ambiciones terrenales tras las que se escondían pashas y sultanes.
El
mundo islámico nunca provocó dos guerras mundiales, ni arrojó jamás
ninguna arma atómica sobre poblaciones civiles, llevándose por delante
millones de vidas humanas. Repito MILLONES DE VIDAS HUMANAS (31 millones
de bajas en la Primera Guerra Mundial + 73 millones de bajas en la
Segunda Guerra Mundial nos dejan el escalofriante resultado de 104
millones de muertos). Se acusa al islam de ser una religión belicosa y
violenta, y se la acusa desde la sociedad que más millones de muertos ha
dejado en toda la historia de la humanidad. Occidente tiene las manos
tan manchadas de sangre que carece ya de cualquier autoridad moral, su
pacifismo no tiene calado en Oriente, sencillamente porque para
nosotros, los musulmanes, no es creíble, no pasa de ser una bella
declaración de intenciones de las muchas y muy buenas personas que viven
también bajo la opresión de los suyos allá. Pero, por desgracia y hasta
el momento, es sólo un bello árbol sin frutos. O este es, al menos, mi
humilde punto de vista.
Así
las cosas, y ante la ofensiva neocolonial que el mundo islámico sufre
de manos de Israel y sus lacayos yanquis, se nos reprocha ser violentos,
ser terroristas. El capitalismo es el mayor vendedor de camisetas del
Che Guevara del mundo. Si algo no son los oligarcas capitalistas es
tontos, son muy inteligentes y saben usar cualquier argumento y
estrategia, por noble e inocente que parezca, en su propio beneficio.
Pretenden que nos sintamos culpables, acomplejados, nos etiquetan y nos
ponen en sus estantes «sociedad violenta, extermínese». Victimizan al
verdugo y satanizan a las víctimas. Mi respuesta es NO, no os seguiremos
el juego, seguiremos defendiendo nuestras familias, nuestros hogares,
nuestros valores, tal y como nos enseña el Sagrado Corán. No vamos a
renunciar a tener nuestra porción de paz y felicidad en este mundo que
es de todos y que es un regalo, un maravilloso regalo, alhamdulillah.
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